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Inaugurado en 1973 como símbolo de orden, desarrollo y abastecimiento popular, el Mercado Nuevo de la avenida Duarte fue, en su momento, una joya del comercio mayorista. Hoy, medio siglo después, ese gigante agoniza. Su estructura está tan deteriorada que amenaza con desplomarse en cualquier momento, dejando abierta la posibilidad de una tragedia con numerosas víctimas, como la que recientemente cobró vidas en el colapso del techo del centro de diversión Jet Set.
Las señales están ahí, a la vista de todos: grietas profundas recorren columnas y paredes, el techo muestra filtraciones graves, y en varias zonas ya se ven las varillas oxidadas, al desnudo, vencidas por la humedad y el tiempo. Cada día que pasa sin intervención aumenta el riesgo de una catástrofe.
Lo que fue un centro moderno y funcional se ha convertido en una trampa mortal. Durante los días lluviosos, ríos de basura mezclada con aguas negras recorren los pasillos donde miles de personas caminan, comen, venden y compran. Carretilleros empujan mercancías por charcos turbios. Las plataneras pasan cargadas por el mismo lodo donde se pisa la jornada.
La mezcla de olores es insoportable: frutas en descomposición, carne expuesta, humo, gasolina y sudor. La insalubridad ha tomado el control. El sistema de drenaje está obstruido o, simplemente, desaparecido. Las lluvias transforman el mercado en un lodazal pestilente, donde flotan restos de comida, bolsas plásticas, y los sueños de quienes buscan ganarse el pan.
“Aquí se recoge la basura todos los días, pero no da abasto. Cuando llueve, esto se vuelve un infierno”, dice un vendedor de yuca con más de 20 años en el lugar. La basura invade sacos, tarimas y productos, elevando el riesgo sanitario para todos. Y en un sitio donde se comercializa cerca del 70 % de la producción agrícola nacional, esta situación debería ser inaceptable.
Pero no solo es el lodo. El verdadero peligro está arriba. El techo, corroído por las filtraciones, podría ceder en cualquier momento. Y debajo de ese techo, más de 30 mil personas transitan a diario entre comerciantes, clientes y transportistas. La tragedia no es una posibilidad remota: es un escenario inminente si no se actúa con urgencia.
La falta de baños adecuados, agua potable y control de calidad en la manipulación de alimentos convierte el mercado en un foco de insalubridad. A eso se suma el caos: robos, extorsiones y violencia son parte de la rutina. El desorden es total.
En 50 años han pasado 11 alcaldes. Desde Manolín Jiménez hasta Carolina Mejía, quien ha impulsado junto al gobierno central un fideicomiso para rescatar el mercado. Pero mientras se anuncian planes, el techo sigue cediendo. Las grietas siguen creciendo. Y el peligro sigue ahí, respirando entre el humo de los anafes y el sudor de los que madrugan.
El Mercado Nuevo sigue vivo, sí. Pero sobrevive, no vive. Cada camión que entra, cada saco que se vende, cada comprador que pisa esas losas rotas, lo hace bajo una amenaza latente. Es hora de dejar de mirar hacia otro lado.
Porque si este gigante cae, no solo caerá concreto y acero. Caerán vidas, sueños y una parte vital de la economía nacional. No hay tiempo que perder.