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En el año 2009, irrumpió en el mundo un novedoso instrumento financiero transfronterizo y global que ha transformado los cimientos de la economía como hasta entonces la conocíamos: la moneda digital – encarnada en su máxima expresión en el Bitcoin-.
De esta fecha en adelante este tipo de divisa no ha conocido fronteras ni limitaciones en su crecimiento, tanto en valor, diversidad y popularidad. Probablemente aún estemos lejos de comprender la verdadera magnitud de la innovación que las criptomonedas representan, utopía virtual que se encuentra en pleno desarrollo. Justo por ello resulta imprescindible colocar una lupa jurídica sobre estas.
Las criptomonedas, son, en esencia, representaciones virtuales de valor. Son instrumentos de intercambio desprovistos de soporte físico, de tipo colaborativo, creadas y gestionadas entre particulares, ajenas a los sistemas y regulaciones tradicionales y/o estatales, desligadas del respaldo de un banco central y de los mecanismos de protección al usuario. En el universo paralelo de las criptomonedas, los Estados y sus tradicionales regulaciones parecen meros espectadores.
Por su naturaleza electrónica/tecnológica, la determinación de su cuantía pecuniaria o relevancia en el mercado viene, tanto (i) de su aceptación, como (ii) del proyecto, configuración, función o innovación científica que le soporte como trasfondo. En cuanto al prefijo cripto que compone esta denominación, el mismo se refiere tanto al sustento o medio digital de su emisión y representación, como a las técnicas de codificación que garantizan la seguridad y fiabilidad de su uso.
Ahora bien, distinto a lo que sucede con el mercado financiero, bolsas de valores, divisas y la economía en general – regidas por la mano invisible de los mercados y la supervisión estatal-, el ya imparable fenómeno de las criptomonedas – como instrumento abstracto y digital de pago e inversión- en vista de su descentralización absoluta y carácter etéreo, parece escapar, al menos por ahora, de la intervención regulatoria directa de los Estados.
Ante su expansión imparable, la interrogante y necesidad ya no es si los gobiernos lograrán controlarlas, sino abordar la manera de participar en un escenario donde los gobiernos muchas veces parecen haberse convertido en simples observadores.
Probablemente – y solo el paso del tiempo dará la respuesta -, las vías que quedaran de intervención regulatoria y control de su uso serán la propia adquisición de estas, la creación de monedas digitales estatales – cosa que algunos Estados ya han intentado-, su incorporación como método de pago de servicios y tributos, y la fijación de normas contractuales e impositivas para la transacción con las mismas. En el mejor de los casos, cuando estas se hagan líquidas en el sistema financiero formal podrá la Administración exigir prueba de origen de los fondos y naturaleza de la transacción, así como identidad de las partes contratantes. Pero hasta entonces, las criptomonedas seguirán siendo un enigma que el derecho debe desentrañar con urgencia.
Organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Central Europeo (BCE), han alzado la voz, alertando sobre los riesgos que implica este sistema financiero paralelo. Lo mismo han señalado nuestra Junta Monetaria y el Banco Central mediante comunicados del año 2017 y 2021. Quien suscribe estas líneas es de la particular opinión de que más que alertas, se requiere abordar el tema con perspectiva técnico-jurídica, pues la realidad y volumen de presencia de las mismas es una realidad insoslayable, que golpea de frente a quienes se oponen a esta innovación. Las criptomonedas ya están aquí, y su impacto, lejos de ser pasajero, desafía directamente las estructuras jurídicas tradicionales.
A estas monedas se acostumbra puntear que “la opacidad” con la que han sido creadas facilita su intercambio de forma anónima y sin que se pueda determinar el marco legislativo aplicable que liga la transacción. Este velo de anonimato alimenta temores sobre su uso para evadir impuestos, blanqueo de capitales o financiar actividades ilícitas. Y aunque estas preocupaciones son válidas, el verdadero desafío reside en que aún no existe un consenso normativo global. Mientras algunos países como España, Argentina, Chile, Brasil, México, Bolivia y Paraguay han intentado introducir regulaciones, otros —como Venezuela, que lanzó su propia criptomoneda, o El Salvador, que ha apostado fuertemente por el Bitcoin— han optado por caminos menos convencionales.
El Fondo Monetario Internacional también ha insistido en la necesidad de una respuesta regulatoria coordinada, congruente e integral a nivel mundial, que lleve orden y confianza a los mercados y consumidores “para que continúe la innovación útil”. Lo mismo ha hecho la Organización Internacional de Comisiones de Valores. Al día de hoy esto no se ha alcanzado, y la ausencia de reglas y principios globales hace que países como República Dominicana – y también sus ciudadanos – deban mirar hacía el derecho común – civil, penal, administrativo, financiero y de derecho informático, tecnológico o electrónico – a la hora de hacer transacciones con divisas digitales.
En el ámbito local, un interesante “precedente” o análisis práctico del tema lo constituye la consulta legal G.L. Núm. 2692 dada por la Dirección General de Impuestos Internos a un ciudadano. En la misma, este ente público tuvo ocasión de referirse al tópico regulatorio de las criptomonedas desde la óptica impositiva. Sobre el particular concluyó la DGII en que este tipo de dinero no cuenta con regulación ni tratamiento fiscal establecido, sino que son los ingresos o activos líquidos derivados del uso de este, al representar un incremento patrimonial o generación de utilidad sobre un contribuyente, los que finalmente podrían ser gravados.
Como vemos, este dictamen esboza una posible ruta para la fiscalización de las criptomonedas y/o sus beneficios, pero queda claro que el derecho aún tiene mucho por explorar y definir en este nuevo territorio.