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Por: Daniel Oscar García Tejera
“Para un hombre, comprender al mundo, es reducirlo a lo humano.”
—El mito de Sísifo, Albert Camus
Según la mitología griega, Sísifo fue un antiguo rey de Corinto reconocido por su aguda inteligencia, con la cual logró engañar a Tánatos, dios del inframundo, cuando este fue a buscarlo por órdenes de Zeus, dios supremo del Olimpo. Por esta grave afrenta, su castigo al llegar al Hades fue el más cruel y desgraciado de todos: empujar durante el día una enorme y pesada roca cuesta arriba por la ladera de una montaña. Sin embargo, justo antes de alcanzar la cima, la roca caía rodando nuevamente hacia el valle, obligándolo a reiniciar la tarea una y otra vez, en una condena interminable por toda la eternidad.
En el siglo XX, Albert Camus, célebre escritor y filósofo, escribió un ensayo que lleva ese mismo nombre: El mito de Sísifo. En él reflexiona sobre lo absurdo de la existencia, estableciendo un símil entre el castigo eterno impuesto al desdichado Sísifo y las cargas absurdas de una vida carente de sentido en sí misma.
Algo semejante a ese castigo ocurre en nuestro país, donde la idiosincrasia política, sobre todo en lo que va de este siglo XXI, está repleta de casos y ejemplos de avances institucionales logrados por un gobierno que, inexplicablemente, son desmantelados o revertidos por la administración siguiente, regresando los procesos a su punto más bajo.
No me refiero a un gobierno en particular, pues esta situación se ha presentado, en mayor o menor medida, en todos, sin excepción.
Este absurdo, basado en criterios personalistas y en la obsesión por imponer la idea de que “todo lo anterior estaba mal”, se traduce en una política de “tierra arrasada”. Una estrategia que, si bien elimina ciertos aspectos negativos de la gestión precedente, también arrastra consigo los avances alcanzados, sacrificando progresos valiosos en aras de presentarse como los “creadores absolutos” de un nuevo modo de gobernar.
Lo más preocupante es que estas prácticas no se limitan al Poder Ejecutivo, sino que generan un efecto en cascada sobre los demás poderes del Estado, los ministerios, los gobiernos locales y las instituciones en general. Basta imaginar cómo, cada cuatro años, o incluso cada vez que cambia un ministro o director, las reglas del juego, tanto las buenas como las malas, son revisadas y reemplazadas por los nuevos incumbentes. Esto provoca que procesos que habían demostrado eficacia sean alterados de manera arbitraria.
En consecuencia, ese ciclo de cambios constantes y, en muchos casos, absurdos, se convierte en nuestra propia roca cuesta arriba. Así, resulta imposible consolidar un verdadero avance institucional en la República Dominicana.
Es imprescindible que nuestra clase política, sin importar banderías, tenga la madurez suficiente para comprender y establecer mecanismos legales que garanticen la continuidad de aquello que funciona bien. No se trata de cambiar por cambiar, sino de hacerlo únicamente para mejorar, y siempre sobre la base de criterios objetivos y ponderaciones bien fundamentadas. De esta manera, los logros alcanzados no podrán ser desmantelados como parte de un reparto político, sino preservados en la medida en que su propósito esencial sea servir y proteger a la ciudadanía.








