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ANDRÉS VANDER HORST

Organizar Elecciones en Bolivia y las encuestas…

Las elecciones bolivianas dejaron una advertencia que no debería pasar inadvertida en América Latina, y mucho menos en la República Dominicana: las encuestas pueden ser un instrumento de conocimiento democrático o una herramienta de manipulación política. En Bolivia, casi todos los estudios de opinión situaban a Rodrigo Paz con apenas un 7 % de intención de voto y en quinto lugar. Cuando se abrieron las urnas, obtuvo más del 32 %, quedando primero, y finalmente ganó el balotaje con casi un 55 %. No fue una sorpresa electoral: fue la evidencia de un sistema que utiliza los números para fabricar percepciones.

Algunas encuestas se han convertido en el laboratorio donde se diseña la “realidad” que luego se difunde a través de los medios. Cuando un candidato aparece reiteradamente como puntero, no solo se informa una tendencia: se induce un comportamiento. El votante indeciso tiende a alinearse con el supuesto ganador, mientras se desanima quien apoya a los rezagados. Así, el dato deja de ser neutro y se transforma en un mensaje político: votar por quien las encuestas favorecen es “no perder el voto”. Esa es la esencia de la manipulación moderna.

No creo que en Bolivia las encuestas se equivocaran, creo que mintieron con método. Se diseñaron muestras y ponderaciones para construir una ilusión de consenso en torno a los candidatos tradicionales. Se ignoró deliberadamente a las regiones menos visibles, a las zonas rurales y a los electores que no suelen responder llamadas de consultoras urbanas. Se amplificó la voz de los sectores más cercanos al poder económico y mediático. Cuando los resultados reales desbarataron ese artificio, la credibilidad del sistema colapsó. El mensaje fue contundente: el pueblo vota distinto a como lo retratan las encuestas, porque el pueblo no es parte de la muestra, sino del país.

La República Dominicana debe cuidarse de repetir ese camino. En una sociedad donde la opinión pública se forma a través de titulares y redes sociales, la manipulación de encuestas puede convertirse en un instrumento de distorsión masiva. Si las cifras dejan de servir para comprender la realidad y pasan a usarse para influir en ella, la democracia pierde su esencia deliberativa. No se trata de prohibir encuestas —lo cual sería antidemocrático—, sino de exigir transparencia: quién las financia, cómo se elaboran, qué metodología se aplica y qué intereses están detrás de su difusión.

Los medios de comunicación, por su parte, tienen la obligación ética de contextualizar los datos, no de repetirlos como verdades absolutas. Una encuesta es un instrumento probabilístico, no una sentencia. Presentarla como un hecho consumado convierte la estadística en propaganda. Y cuando la propaganda sustituye al debate, la ciudadanía deja de pensar y empieza a reaccionar. Ese es el punto exacto donde la manipulación se vuelve política de Estado.

El fenómeno no es nuevo. En cada elección surgen firmas improvisadas que publican resultados a medida, y candidatos que los financian para construir un relato de invencibilidad. En una era dominada por la inmediatez, basta un gráfico viral o un titular ambiguo para modificar percepciones. La “data”, en lugar de informar, se convierte en un instrumento de poder.

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