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Last updated on noviembre 4th, 2025 at 04:44 pm
“El primer paso de la ignorancia, es presumir de saber”
Baltasar Gracián
Cuando la incompetencia se confunde con seguridad, el Estado entero paga el precio.
El efecto Dunning-Kruger describe un fenómeno psicológico en el que las personas con menor conocimiento o experiencia tienden a sobreestimar sus propias capacidades, mientras que quienes poseen un saber más profundo suelen subestimarse.
Este sesgo fue identificado en 1999 por los psicólogos David Dunning y Justin Kruger de la Universidad de Cornell. En su célebre estudio “Unskilled and Unaware of It: How difficulties in recognizing one’s own incompetence led to inflated self-Assestments”, afirmaron que “la incompetencia priva a las personas de la capacidad de reconocer su propia incompetencia”. En otras palabras, cuanto menor es la competencia real de una persona, menos consciente es de sus limitaciones y más segura se muestra.
En el terreno de la administración pública, este efecto tiene consecuencias devastadoras. No es difícil advertir que, en nuestro país, una gran parte de los funcionarios designados en puestos clave son nombrados no por su capacidad técnica o mérito profesional, sino por fidelidad partidaria o clientelismo político. En consecuencia, ocupan cargos para los cuales carecen de las aptitudes necesarias.
Ahí es donde el efecto Dunning-Kruger se manifiesta con fuerza: decisiones tomadas por incompetentes seguros de sí mismos, convencidos de tener la razón y arropados por aduladores que refuerzan su falsa sensación de acierto.
De esta dinámica surgen las políticas públicas inadecuadas, la mala inversión de los recursos y la ineficiencia estructural del Estado.
No es casual que, en los últimos años, el Ejecutivo haya tenido que revertir medidas, leyes o resoluciones por carecer de un análisis técnico o una ponderación responsable.
El reciente retiro del anteproyecto de la Ley de modernización fiscal (2024) es un ejemplo claro: el propio Gobierno reconoció que su alcance debía ajustarse a alternativas más viables.
El clientelismo como hábito social
El clientelismo político es un hábito arraigado en las entrañas de nuestra cultura, el político, en busca de apoyo, promete cargos y prebendas; el ciudadano, a su vez, los acepta como recompensa o favor personal. Así, ambos se alimentan mutuamente en un ciclo interminable donde el mérito pierde valor.
Este intercambio distorsiona la relación entre Estado y sociedad: el ciudadano deja de ver al Estado como garante de derechos y lo percibe como fuente de favores personales.
Mientras esta práctica se mantenga, el efecto Dunning-Kruger seguirá repitiéndose, pues los cargos se seguirán otorgando sin la debida ponderación y en muchos casos a los menos capacitados.
El costo de esta costumbre es enorme: un gasto público ineficiente, decisiones improvisadas y, sobre todo, una pérdida creciente de confianza en las instituciones.
Profesionalizar la función pública
Superar este ciclo exige una reforma profunda: la profesionalización de la función pública. Nombrar funcionarios sin méritos ni preparación no solo es un acto de irresponsabilidad política; es también la perpetuación del efecto Dunning-Kruger en la estructura del Estado.
Para garantizar eficiencia, el país debería legislar para que todo aspirante a cargo público cumpla requisitos mínimos de formación técnica y mérito profesional.
No podemos seguir permitiendo que la improvisación y la lealtad política sustituyan la competencia.
De la burocracia a la tecnocracia
El fortalecimiento del Estado solo se logrará cuando esté libre del clientelismo y se abandone la práctica de premiar la lealtad por encima de la capacidad.
Una solución viable sería la creación de un Ministerio de Administración Pública verdaderamente independiente, con autoridad para regular, evaluar y sancionar el desempeño de los funcionarios, sin injerencia del Poder Ejecutivo.
Sería esta institución la llamada a aprobar los nombramientos propuestos por el Gobierno, garantizando que cada designación responda a mérito y no a compromiso partidario.
Ejemplos existen: Chile, que desde 2004 implementó profundas reformas al servicio civil reduciendo drásticamente los cargos de libre designación; o Grecia, que en 2010, bajo el Plan Calícrates, limitó la discrecionalidad en los nombramientos públicos.
Solo así podremos aspirar a que nuestro Estado evolucione de la burocracia hacia una tecnocracia, capaz de construir políticas basadas en conocimiento, eficiencia y verdadero servicio público.
Cuando la competencia sustituya al favor, y el mérito al amiguismo, el Estado dominicano dejará de ser un botín político para convertirse en un proyecto de nación que garantizara su desarrollo.








