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Imagine por un momento el siguiente panorama: puentes que ceden como si fueran de papel, carreteras que abren grietas, túneles y elevados que se desploman sin previo aviso, escuelas y hospitales que se inundan con una simple llovizna.
No es ficción. No es un tráiler de “La Tormenta Perfecta” con George Clooney.
Es nuestro país enfrentando fallas estructurales ante eventos tan simples como una lluvia moderada. Y es, sobre todo, el reflejo de decisiones técnicas mal tomadas durante años en procesos de compras públicas que administran miles de millones de pesos.
Ya he escrito sobre dos males que corroen nuestra administración pública: la burocracia excesiva y el efecto Dunning-Kruger, esa peligrosa combinación de ignorancia y confianza desmedida que caracteriza a quienes creen saber más de lo que realmente saben. Pero hay un punto donde ambos fenómenos se cruzan y el daño se multiplica: la actuación de los peritos en las contrataciones del Estado.
Los peritos deberían ser la barrera técnica que protege al país de la improvisación y el favoritismo. Sin embargo, en demasiados casos, hemos dejado esa función crítica en manos de personas sin la independencia necesaria o sin la capacidad técnica para evaluar obras, equipos o servicios de alto impacto. Y cuando eso ocurre, el costo deja de ser una abstracción: se convierte en sobreprecios, adquisiciones inútiles, infraestructuras que colapsan y millones de pesos desperdiciados.
Un error en la selección de un contratista no solo cuesta dinero: puede costar vidas.
Cada fallo o evaluación deficiente tiene consecuencias que trascienden lo administrativo y lo financiero. Cuando un puente cae, cuando un hospital se inunda, cuando un bien no llega con la calidad esperada, no hablamos de simples “errores de proceso”; hablamos de riesgos reales para la vida de los ciudadanos.
La incompetencia tiene un precio. Y lo estamos pagando todos.
La recién aprobada Ley 47-25 mantiene prácticamente intacto el esquema de la antigua Ley 340-06: los peritos que evalúan las ofertas siguen siendo nombrados por el mismo comité de compras (art. 18 inciso 8, Ley 47-25), de la entidad que adjudica el contrato. Es el sistema más común en Iberoamérica, sí, pero también es uno de los más vulnerables. Porque esos peritos son subordinados directos de quienes toman las decisiones. Y un subordinado, ante la presión explícita o implícita de sus superiores, puede sentirse obligado a inclinar la balanza hacia una oferta “preferida”. No por convicción técnica, sino por miedo a perder su estabilidad laboral.
Un contraste importante es el caso español. En España, la doctrina es clara: los miembros del Comité de Expertos, equivalentes a nuestros peritos, no pueden haber participado en la elaboración de la documentación del contrato ni en la preparación del expediente. Así lo establece el Informe 98/2018 de la Junta Consultiva de Contratación del Estado, que refuerza el principio de separar estrictamente a quienes redactan el pliego de quienes evalúan las ofertas. Es decir: quien diseña no puede ser quien juzga.
Este principio no es caprichoso ni burocrático: responde a un fenómeno humano sobradamente estudiado. Esto no es especulación. Es psicología y tiene nombre: sesgo de autoridad.
Cuando alguien toma decisiones bajo presión jerárquica, su juicio se distorsiona, a veces sin que siquiera lo note, para favorecer la voluntad de quien tiene poder. En otras palabras: no se necesita corrupción para tomar una mala decisión. Basta con un perito sin independencia.
Por eso, si realmente queremos cambiar el rumbo, debemos atrevernos a pensar más allá. Y eso comienza con una reforma estructural: la creación de un Banco Nacional de Peritos, administrado por la DGCP junto con una entidad técnica de carácter mixto, como por ejemplo el INFOTEP. Un registro público, transparente, con profesionales certificados, actualizados y seleccionados para cada licitación mediante sorteo aleatorio. Así eliminamos el riesgo de que la autoridad contratante, o incluso la propia DGCP, pueda elegir “sus” peritos.
En este modelo, nadie evalúa sin demostrar conocimientos técnicos reales, sin cumplir requisitos estrictos y sin recibir formación obligatoria en contrataciones públicas, ética, conflictos de interés y estándares técnicos. Y nadie permanece en el sistema sin renovar periódicamente esa certificación.
Este modelo podría tener resistencia, ya que algunos podrán decir que el mismo conlleva una gran inversión de tiempo y dinero, pero el beneficio sería enorme: evaluaciones imparciales, eficiencia, decisiones técnicas ponderadas, ahorros multimillonarios.
Esto no sería solo eficiencia, es supervivencia. Un Estado que empieza a protegerse de su propia autofagia.
La conclusión es sencilla: sin peritos independientes no habrá procesos limpios, ni obras seguras, ni dinero bien gastado.
Mientras la evaluación técnica siga en manos de subordinados incapaces o susceptibles de ser presionados, repetiremos el ciclo de colapsos, escándalos y excusas oficiales al que ya nos hemos acostumbrado.
Un Banco Nacional de Peritos no es una idea extravagante ni futurista, es simplemente, la única forma sensata de blindar el interés público. Lo demás es seguir apostando a la suerte en un país donde la suerte, hace tiempo dejó de alcanzarnos.








