En enero de 2014, la organización Participación Ciudadana publicó un informe que marcaría un punto de inflexión en la conciencia colectiva dominicana: La corrupción sin castigo. Aquel documento no solo evidenció la fragilidad de las políticas públicas destinadas a combatir la corrupción, sino que puso nombre y contexto a una realidad que la ciudadanía intuía desde hacía décadas: en la República Dominicana, la corrupción rara vez tenía consecuencias.
Decenas de expedientes, vinculados a instituciones públicas y a distintas administraciones del siglo XXI, quedaban archivados, ignorados o deliberadamente postergados por el Ministerio Público. Casos como Lajún, OISOE, el Parqueo de la UASD, la Lotería Nacional, el Peaje Sombra de la carretera Samaná o Petrocaribe se convirtieron en símbolos de una impunidad estructural que parecía intocable.
Dos años más tarde, en diciembre de 2016, esa realidad explotó con fuerza. El caso Odebrecht —el mayor escándalo de corrupción de nuestra historia— reveló sobornos superiores a los 92 millones de dólares y un entramado de sobrevaluaciones que superó los 4,000 millones de dólares con la construcción de más de doce grandes obras de infraestructura en todo el territorio. El país despertó con indignación, y de ese despertar nació un grito colectivo: Marcha Verde, una expresión ciudadana transversal cuyo reclamo era uno solo y contundente: el fin de la impunidad.
Hoy, casi una década después, la sociedad dominicana vuelve a experimentar un “diciembre negro”, esta vez a raíz del caso SENASA, un episodio que no solo genera preocupación institucional, sino que plantea interrogantes legítimas sobre el legado de un gobierno que ha hecho de la lucha contra la corrupción uno de sus pilares fundamentales.
Frente a este escenario, el análisis exige serenidad, objetividad y memoria histórica. La corrupción no es un fenómeno nuevo en nuestra sociedad; nos acompaña desde los albores mismos de la colonia, cuando el cacique Guacanagarix selló alianzas con los conquistadores a cambio de espejos y metales brillantes, sin prever las consecuencias de aquella subordinación. La impunidad, en ese sentido, ha sido una constante cultural que ha permeado generaciones.
Sin embargo, negar los avances recientes sería tan irresponsable como minimizar los errores. Aun reconociendo la inevitable subjetividad de quien forma parte del equipo de gobierno, los hechos permiten afirmar que, a partir de agosto de 2020, la República Dominicana inició un proceso real —no discursivo— de transformación institucional frente a la corrupción.
La designación de un Ministerio Público independiente el 16 de agosto de 2020 rompió una tradición histórica de subordinación política de la justicia. Por primera vez, el Poder Ejecutivo renunciaba voluntariamente a un instrumento que durante décadas fue utilizado para proteger aliados, archivar expedientes o perseguir adversarios.
A esto se sumó la despolitización en la selección de los jueces de las altas cortes y de los miembros de la Cámara de Cuentas, debilitando una práctica arraigada de control cruzado entre poderes del Estado. El fortalecimiento de instituciones clave como la Dirección General de Contrataciones Públicas, la Dirección General de Presupuesto y la Contraloría General de la República transformó la excepción en norma: hoy el cumplimiento de la ley dejó de ser opcional.
Las destituciones de funcionarios ante denuncias o cuestionamientos públicos enviaron un mensaje claro: la tolerancia cero no era un eslogan. La creación del Equipo de Recuperación del Patrimonio Público permitió, por primera vez, recuperar más de 6,500 millones de pesos de recursos sustraídos al Estado y reclamaciones de recuperación de otros activos en los tribunales de la República Dominicana por más de RD$130,000 millones, cifras sin precedentes.
El procesamiento de más de diez casos de macro-corrupción por parte del Ministerio Público consolidó otro principio esencial: el Ejecutivo no interviene en la justicia. Se rompieron pactos tácitos, se enterró la figura de las “vacas sagradas” y se desmontó la cultura de los acuerdos de aposento.
En paralelo, el combate al narcotráfico alcanzó niveles históricos, con más de 226 toneladas de drogas incautadas en cinco años, posicionando al país como un referente regional. La protección ambiental dejó de ser retórica, al exigirse evaluación y licencia ambiental obligatoria para todas las obras públicas. La veeduría ciudadana pasó de la teoría a la práctica en procesos sensibles como los fondos de AERODOM y CEIZTUR.
Todo esto desemboca en el hecho más trascendental: la reforma institucional más profunda de nuestra historia republicana. La Reforma Constitucional del 27 de octubre de 2024 marcó un hito al ser la primera impulsada por un presidente para limitar su propio poder, cerrando la puerta al caudillismo y a la reelección indefinida, raíces frecuentes de la corrupción política. A ello se suman leyes fundamentales como el nuevo Código Penal, la Ley de Compras y Contrataciones y la Ley de Responsabilidad Fiscal.
¿Es este un proceso perfecto? No. ¿Es reversible? Solo si la sociedad lo permite.
Los avances logrados no pertenecen a un gobierno ni a un partido: pertenecen a la sociedad dominicana. Permitir que errores puntuales o casos en investigación sean utilizados como excusa para desmontar estas conquistas sería un retroceso histórico. La lucha contra la impunidad no se mide por la ausencia de problemas, sino por la capacidad institucional para enfrentarlos.
Si la República Dominicana aspira a cumplir metas ambiciosas como META 2036, duplicar su PIB y construir una sociedad más justa, no puede hacerlo sin un régimen real de consecuencias. El progreso económico sin institucionalidad es una ilusión; la justicia sin impunidad es el verdadero cimiento del desarrollo.
Sigamos avanzando. Con espíritu crítico, con vigilancia ciudadana, pero sin perder el norte.









