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Daniel Oscar Garcia Tejera

Retorno a la inocencia

Retorno a la inocencia

No quiero hablar hoy de ningún tema político, ni social, ni económico. No haré ninguna crítica sobre los asuntos que hoy arropan a nuestro país y a un mundo convulso. Por la época en la que nos encontramos, en vísperas de la Navidad y de un nuevo año, época asociada a la celebración y a la unión familiar, no solo porque se celebra el nacimiento de Jesús, sino porque estamos a punto de concluir un ciclo y deseamos iniciar el próximo con la mayor esperanza posible, por ello, prefiero hablar de algo distinto, algo más humano, que nos invite a una reflexión sobre una de las pérdidas más grandes que ha sufrido la humanidad en las últimas décadas: la pérdida de la inocencia.

La Real Academia Española define la palabra inocencia como “estado del alma limpia de culpa; exención de culpa en un delito o en una mala acción; candor, sencillez”. Por ello, cuando hablamos de inocencia solemos pensar en los niños, porque sus acciones no vienen cargadas de estrategias ni de dobles intenciones. El niño actúa desde su humanidad, sin odio ni rencor, hasta que, con el transcurrir de los años, va perdiendo progresivamente esta condición.

En el caso de los adultos, la inocencia se vincula a un comportamiento desinteresado, a la pureza de quienes no construyen vínculos como simples transacciones, sino desde un sentimiento real, sin armaduras ni mecanismos de defensa.

Hoy día, la inocencia es un bien cada vez más escaso.

La vertiginosidad de un sistema marcado por una constante competencia entre unos y otros nos ha vuelto, en muchos sentidos, caníbales.

Desde la crianza de nuestros niños, a quienes queremos dotar prematuramente de cualidades y virtudes propias de hombres y mujeres adultos, les exigimos una madurez para la cual no están preparados, cuando lo que deberían estar haciendo es jugar, errar y descubrir el mundo como lo que son: niños y adolescentes. Les empujamos a crecer a destiempo, a responder a expectativas ajenas, a crear vínculos como adultos y a asumir cargas que no les corresponden.

El caso de los adultos es aún más crítico. La gran mayoría de los vínculos que se construyen en la adultez suelen estar atados a algún tipo de interés. Se acude a las relaciones desde la pregunta constante de qué puedo recibir, y no desde la reflexión de qué puedo ofrecer. La inocencia se diluye cuando el otro deja de ser un fin en sí mismo y pasa a convertirse en un medio; cuando los afectos se calculan, la entrega se mide y la justicia se negocia.

Quizás recuperar la inocencia no sea volver a la ingenuidad, sino reaprender a vincularnos desde la honestidad, el respeto y el desinterés. Tal vez sea recordar que no todo debe ser estratagema, ni un juego de póker, que no toda relación es un contrato, y que todavía es posible actuar desde un lugar limpio, aun conociendo las durezas del mundo. Porque cuando la inocencia desaparece por completo, no solo perdemos la capacidad de confiar en los demás, sino también algo esencial de nuestra propia humanidad.

 

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